14 de noviembre de 2009

Algún día, en algún lugar un maestro escribio...

"Dijimos a los niños que fueran en busca del hombre que mejor diera felicidad a una escuela.

Partieron de madrugada, presurosos y anhelantes en un torbellino de gritos y risas. Las nubes se abrieron y los alumbró el sol.

Corrieron por montes y valles, cruzaron bosques y ríos. Era un colmenar bullicioso con voces y ecos, con vitalidad y paz. El sol sonreía.

A un hombre que tenía las manos iluminadas encontraron en su caminar.

- ¿Qué sabes hacer? -preguntaron.

- Amplias carreteras y caminos asfaltados. Grandes casas, rascacielos esbeltos y encantadores -contestó el hombre.

- ¿Qué hará la escuela con este hombre que hace cosas maravillosas, sino se sabe sentirlas ni apreciarlas?

-pensaron los niños.

Siguieron en carreras y juegos, sus ojos radiantes de felicidad, trayendo en sus mejillas y cabellos el frescor de la nieve, el musitar de los bosques y el murmullo de los ríos.

Un hombre erguido, que llevaba colgado del hombro, un bolso de yerbas buenas, les llamó la atención.

- ¿Qué sabes hacer? -preguntaron.

- Mitigar el dolor de los enfermos, curar a los heridos. ¡En este bolso está el secreto de la salud! -contestó el hombre.

- No basta gozar de la salud del cuerpo para ser feliz -dijeron los niños.

Llegó el atardecer y con paso quedo siguieron caminando por aldeas y ciudades. Vieron en los poblados la miseria, egoísmo, la desolación. Supieron de niños sin infancia, de sus caras serias, de miradas interrogantes, de serpientes de realidad amarga que empezaban ya a roerles el corazón.
Otro hombre, no menos erguido, que empuñaba un bastón se presentó ante ellos.
- ¿Qué sabes hacer? -preguntaron.

- Poseo el bálsamo del corazón que devuelve el honor mancillado, que levanta el sentimiento de la dignidad -dijo el hombre con alegría.
- ¡No! -exclamaron los niños.

Tampoco es este el hombre que necesitamos para hacer feliz a la escuela. Queremos algo más, que avive el fuego de los niños que ahora parecen vivir sin vivir.

Al llegar la noche, los niños, con pesadumbre, al no encontrar al hombre que buscaban, encaminaron sus pasos, y al despertar el día, al asomar la aurora, llegaron a la mar.

Miraron asombrados. Su mueca de pena se transformó en faz de júbilo y de nuevo carreras y juegos, porque divisaron a un hombre de aspecto venerable, ojos soñadores y dulce faz. Sentado sobre una roca, conversaba amablemente con niños jóvenes y ancianos.

- ¿Qué sabes hacer? -preguntaron.

- ¡Muchas cosas! -dijo el hombre.

- Pero, ¿qué? -inquirieron los niños.

- Que cada uno lleva la felicidad en sus propias manos y que lo esencial es ver claro en sí y en los demás.

- ¿Y qué más? -preguntaron muy interesados.

- Que los hombres son montones de alegría y de dolores, que cada uno tiene la cuerda sensible y que el secreto consiste en hacerla vibrar.

- ¿Y la felicidad en la escuela? -preguntaron.

- La felicidad no es un don del cielo, sino adquisición del saber y del querer.

- ¡Con él haremos la transformación de la escuela! -exclamaron los niños, llenos de felicidad.

Empapados de brisa de mar y sabor de agua, volvieron en tropel, sin jadeos. ¡Felices!, convencidos de haber encontrado a ese hombre, a ese sembrador.

Ese conductor y comunicador que iba por los pueblos, era el Profesor.

El más ilustre y abnegado servidor de las escuelas: El MAESTRO..."
(Manuel Gutierrez Mieres)

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